Estamos en esos días del mes… en que hemos empezado a estar
sin pañal. Los hemos desahuciado sin contemplaciones y yo no sabría decir cuál de los dos estaba menos preparado para
semejante trance, si mini M. o yo. Más bien yo, porque mini M., el primer día
sin pañal, se siguió comportando como si lo siguiese llevando, es decir, haciéndose todo
allá donde le cogiera.
Ahora llevamos cuatro largos días en los que tengo la
casa cubierta de empapaderas: en su cama, en la mía, en el sofá, hasta en la
sillita del coche tengo una. A veces es algo inútil, pero necesario al fin
y al cabo. Reconozco que quitarlo de
hacer lo que sea, la mayoría de las veces jugar, para ir al baño cada quince
minutos debe ser un fastidio. El peque en ocasiones va como un cordero al
matadero cuando le digo algo del baño y otras se escapa por la casa huyendo del
destino cierto que le espera, a saber, diez minutos mínimos animando a su pipí
a salir para luego decirle adiós tirando de la cadena. Por eso el cuarto de baño se ha convertido en otro espacio de juego en el que abundan los juguetes. Y cuando no, lo
intentamos sentar en el “coche del pipí”, un orinal en forma de coche que se
pone por montera en el momento más inesperado.
Paciencia me dice todo el mundo y yo, de momento, he
comprado otro par de cajas de slips para no desquiciarme con las lavadoras y
los lavados a mano.
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